MAMÁ; TE RECORDAMOS SIEMPRE



Eran dos niños que entrañablemente se fueron uniendo al cariño de la abuela. Pasaban días y días compartiendo el inmenso dulzor de la vida, sin pensar que ya quedaba poco tiempo.
Empezando la tarde de un día cualquiera, llegábamos a acariciar la geografía de la provincia distante y querida.  Luego penetrar en ella como quien penetra a la matriz de los sueños lindos en ese pueblo escondido entre montañas, y, apenas, asomado a regocijarse con el paisaje.
Las distancias generan más calor y perduran en los corazones que laten con más fuerza cuando se acerca el encontrón. Palpitan apresurados; al unísono. Los viajantes se mueven, preguntan, insinúan una mayor velocidad para el auto que sube una cuesta en pleno calor del valle. Coronado el camino; de golpe nos encontrarnos en el ingreso al mejor pueblo, al mejor espacio del mundo, porque allí está la abuela.
Con premura paramos el vehículo, frente a un portón plomo, cerrado. Nuestros nudillos apenas logran dar pocos golpes y con una velocidad inusitada se abre generoso y esa puerta de calle nos entregue a la figura de la abuela, con la angustia entre sus manos y las primeras lágrimas de alegría brotadas de sus ojos ya cansados de tanto esperar. Allí está y todos nos quedamos pasmados. Mudos al instante. Todos en un silencio que dice cuanto nos extrañamos.
Abuela, abuelita. El abrir de puertas, el abrir de brazos. Los abrazos. El estrechón y los besos bendecidos de una madre abuela, solitaria.
Apenas llegados, nos ofrece una limonada con frutos del huerto; mil bocados deliciosos, el pan hecho con sus manos, el café colado, con su aroma que se me quedó en la memoria, están allí, listos para todos. Está el choclo con la cuajada, también preparada por las manos y el amor de la abuela. Hay dulce, golosinas, frutas.
Se desvive por manifestarnos que nos quiere sin decirnos. Se alborota, con ese andar de allá para acá. Nos toca, nos vuelve a tocar, como sintiendo que su sueño se vuelve realidad. Su soledad se ha vuelto compañía. Su soledad se ha vuelto bulla. Su soledad se ha vuelto hijos y nietos. Su soledad ha terminado momentáneamente. Solo falta que grite que estamos allí con ella. 
Parece que la fiesta no termina, se come de lo mejor.  No sé para de comer.  Todo es delicioso. Se disfruta de la bondad de huerto que con celo fue cuidado para que las manos pequeñitas de los nietos puedan coger la chirimoya, casi madura desde el árbol, la mandarina, la naranja amarilla, o las granadillas jugosa que con tanta habilidad, la abuela, las baja de la enredadera con el horcón. Las guabas son una delicia con su jugo dulcísimo que sale de cada suave capullo blanco. Todas las frutas son probadas, saboreadas, hasta decir ya no puedo más.
Ese era el retorno al pueblo. Ese era el viaje de los nietos. Ese era el amor que compartía entre abrazos y arrumacos.
Eran dos, dos que se fueron pegando sutilmente. Que se fueron haciendo uno con la abuela, para que esa felicidad, luego, se vuelva angustia y amargura.
Llegó lo que debía llegar. La abuela enfermó de pena y luego un cáncer hizo lo demás. A medió día, en tierra ajena, se apagó su ternura y se cerró su casa.
Mis hijos, los nietos de vacaciones, los nietos compañeros, los nietos consentidos, lloraron con el sentimiento que produce el perder para siempre, a la persona que amamos y nos ama profundamente. Lloraron y no teníamos forma de controlar su desesperación y desconsuelo.
En las tardes, cuando estábamos en el pueblo, mis hijos, desaparecían misteriosamente y volvía a aparecer en una o dos horas. El pueblo no es de temer porque es de ellos; así nos habían criado y así lo dijimos a nuestros niños, que el pueblo ahora era de ellos, y por eso es que no nos desesperamos en buscarlos. Aparecían con su carita alegre, cambiados, distintos.
Una tarde supe que hallaron la forma más directa para comunicarse con su abuela querida, inolvidable. Con sus primeras letras aprendidas en sus pocos años de vida, los encontré, sin pensar, arrodillados y escribiendo en una hoja de cuaderno desgajada del racimo. No me vieron y pude quedarme, por un buen rato mirando su tarea; escribían una carta a la abuela. Le contaban en su medio lenguaje, que para la abuela hubiese sido el mejor regalo, lo que ellos sentían y como estaban pasando. Le decían, también; abuelita que estés bien junto a Dios.
Cerraron la carta, le pusieron la dirección, le adornaron con corazones, le estamparon un beso enorme y salieron en estampida. Traspusieron el portón y en loca carrera, como pensando que el cartero se va, enfilaron por la calle que va al cementerio del pueblo. No puede detenerme y los seguí.  Miré como hacían esfuerzos por alcanzar la tumba de la abuela, ubicada en la fila de bóvedas de la familia. Colocaron la carta y le dijeron: "chao abuelita".

Separata de mis recuerdos.

Riobamba, 12 abril 1997


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