EL TRABAJO DE HACER ESTERAS




            El ambiente es húmedo. El viento frío sacude permanentemente el totoral de la lagunilla que se encuentra al costado derecho de la carretera que va a Guano. No pudieron darnos el nombre de la laguna y sólo se limitaron a decir que era de "la patrona".
Por momentos se escucha el trino de los pájaros y el chapoteó, apresurado, de algún patillo. Las ranas croan insistentemente.
De rato en rato, dos fornidas muchachas, que deben tener entre 17 y 18 años, salen cargando guangos de totora recién cortada. Están empapadas de agua verde-lodosa del pantano. Se muestran esquivas y apenas contestan a nuestras inquietudes. Nunca antes, persona alguna, se había preocupado del trabajo que realizaban.
Por un costado de la lagunilla se acerca una mujer pequeñita; es la señora Carmen Cali que tiene algo más de 70 años. La anciana manifestó que trabaja con la totora y cabuya desde que era niña. La mujer, es una más del grupo de cosechadores de totora, que está integrado por dos cargadoras y un niño que entre juego y juego, ayuda a su abuela.
De una jornada de trabajo, cuando las condiciones del secado son buenas, se reúne material suficiente para hacer de tres a cuatro docenas de esteras pequeñas. Para el secado hay que tener mucho cuidado y suerte -insiste la señora Carmen- con buen sol se seca en tres semanas o un mes. Cuando no hace suficiente sol, se ennegrece la totora y se pierde todo.
El reloj marca las seis de la tarde y el resto de la familia sale empapada de agua lodosa. Todos tiemblan del frío. Están casi entumecidos. El más viejo de todos, que pasa de 75 años, está ronco y con una tos persistente.
En un perolito, doña Carmen, hierve agua con canela, a la que luego le agrega una buena porción de aguardiente y reparte, a todos, para contrarrestar el frío.
En algunos sectores como Colta, San Gerardo u otros del país, se repite la misma historia. El trabajo es duro, sacrificado y mal pagado.

LA TEJIDA

"Mis papás hacían esteras. Siempre he trabajado esteras", dice Yolanda Iguasña de 42 años de edad, que vive en San Gerardo. Su fuente de ingresos constituye varias actividades; hacer sogas de cabuya, esteras de totora, criar cuyes, gallinas y chanchos, y, además, cultivar un pequeño terreno cuando hay lluvias.
En el corredor de la casa hay una buena cantidad de totora lista para ser utilizada. De una porción que tiene a su costado derecho, rociada con agua para que se ablanden las fibras, va cogiendo de dos en dos hojas e iguala con una hoz china, dejándolas a la medida de la estera que está haciendo.
Trabaja de rodillas durante todo el día. Las hojas son tejidas a gran velocidad. Una por encima, otra por debajo, dos por arriba, dos por abajo, luego aplasta con varios golpecitos de una piedra de río.
Los filos son rematados, muy bien, para que no se deshile el tejido. Las herramientas que utiliza son; una hoz, una regla de madera y una piedra.
Las esteras se construyen en distintos tamaños y sirven para infinidad de usos. Además, con la totora, se construyen cestos, aventadores y, hasta, juguetes.
Las esteras, cuando son pocas, las llevan a vender a Riobamba, en la plaza Dávalos, y si son algunas docenas, se vende a los intermediarios que las compran en el sitio.
Mientras cruza las fibras, las manos, automáticamente, hacen los movimientos y sus sueños deben volar con la misma prontitud. Se queda en silencio, sin levantar, para nada, los ojos del tejido. Se perdió, otra vez, en su mundo insondable. Siento que estoy demás y rompo el silencio para marcharme, sin antes apretar una mano encallecida que construye una patria, que trabaja silenciosamente, sin poner letreros a pesar de que son múltiples sus obras; una y fundamental, sobrevivir en medio de la desesperanza creciente.

Riobamba, febrero 15 de 1987




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