UN ABRAZO PARA EL AMIGO


Fernando Villarroel Gutiérrez

De Mira me he perdido algunas décadas y si vamos al término político de moda en los últimos años, por ningún motivo son décadas ganadas, peor robadas, pero décadas que han significado mucho tiempo. Lo he dicho: me han absorbido aquellas situaciones que de cualquier forma, todos vivimos. Unos más, otros menos, no obstante se viven.
Estos años –amigo mío- involuntariamente me han apartado de ciertas cosas, años de nostalgias, también de dolor ante lo irreparable, por aquello que se va, que se escapa de nuestras manos y voluntad, cuando sentimos que los humanos somos demasiado limitados frente a la adversidad y nada podemos hacer. Después vienen las lágrimas y solo queda la tristeza. Esos años son también culpables de haber desconocido varios de tus logros, entre ellos, el más importante: el de la pluma, aquello que desarrollaste silenciosamente. Quizás para mi fue mejor así, porque junto con esa ausencia que nunca fue olvido, ahora me ha llegado una gratísima sorpresa unida a una inmensa satisfacción. En ningún caso asombro porque sé de tu valía, la conozco desde que soltaste los pasos, por ello jamás dudaría de lo mucho que puedes alcanzar. Comprendo que esa sensibilidad escondida permanecía desapercibida, sensibilidad con una mezcla de habilidad y acierto, donde el resultado inequívoco es la destreza. Así manejas la palabra escrita para hilvanar letras y párrafos que dicen de historias, de episodios imaginarios o tal vez vividos y que sin ser ladrón, arrancaste de una realidad aplastante, irrefutable.
Con cierta lentitud –aunque sí paladeándolo, lo que permite una indiscutible ventaja- he leído tu libro “Arrebato y Calma” (arrebatos en la cama, dijo la periodista que te entrevistó, tal vez porque la traicionó el subconsciente). Déjame manifestarlo sencillamente con dos palabras: ¡Excelente libro! No soy un eximio crítico ni lector, pero cada página la degusté sin prisa alguna en estas últimas noches en que he estado un poco más relajado, acompañado de unas cuantas tazas de café de Gualchán y créeme que algunos de esos personajes se quedaron conmigo. Y cada uno de ellos irradia eso que los estudiosos llaman estilo. Sí, el estilo de mi amigo Bayardo Ulloa Enríquez.
De repente irrumpe en la memoria el charlatán que ofrece los remedios naturales convertidos en milagros, sacados de una caja para curar todos los males, cualquier enfermedad. Es el cuento que representa el día a día y de sus líneas sale un nombre: Pichiringuete. Pero no es un cuento, es realidad. Ahí está la gente, rodeando al charlatán que envuelve a todos con su lenguaje pegajoso, convincente, más palpable que la misma realidad. Por instantes, las letras hablan de una crónica, tremendamente real, con sabor de cosas rutinarias, inevitables para los humanos.
O Balbina, la imagen de mujer bella, símbolo de una fortaleza inexpugnable pero con polleras, que enciende los sentimientos del galán obsesionado que trata de romper la indiferencia, que hace lo imposible para conquistarla. Y en el ruedo se enfrenta con el toro más salvaje, no es el novillo de bombas, pero si el animal más bravo que echa espuma por el hocico, dispuesto a matar. Y el joven no puede, no basta su temeridad, las astas puntiagudas –como si fuesen filo de cuchillo que desgarra un pedazo de carne- son más poderosas, lo aniquilan, queda tirado en la tierra. Al día siguiente, en el pueblo solamente se oye el tañido triste, lastimero de las campanas de la iglesia que anuncian la misa fúnebre.
En el circo errante que viene de latitudes lejanas, siempre despierta ilusiones y en los niños pueblerinos proyecta los sueños que cobran forma bajo la carpa con largas bancas de madera, tablas sobrepuestas, a veces sujetas con sogas entrelazadas, como en otras épocas que jamás han muerto en los recuerdos, que continúan perdurando en los paisajes salidos del tiempo. Los circos de ahora no son como los de antaño. ¡Tarzán Lucho! … Tarzán Lucho se quedó en el tiempo, como el boleto ajado, para ver la función, que saca de su bolsillo.
Y las mieles de muerte en la tumba 422, donde anida un enjambre de las siniestras abejas de la vida, como si en su revolotear fusionado al zumbido enervante, estuvieran abriendo la puerta que nos guía a nuestro propio final.
Ese lenguaje descriptivo del hombre, el personaje anónimo famoso que supuestamente nadie conoce, pero que cualquiera repara en él, imposible que pase desapercibido con el lenguaje que emplea el autor. Ese hombre prácticamente de la calle golpeado por la vida. Da la impresión que ha recibido tantos golpes que con dos o tres más sucumbe; ese hombre que acumula pequeñas cosas que le dicen mucho y no le sirven para nada, pero pareciera que gracias a ellas viviera. El hombre desastrado viste de blanco pero su pasado es negro. Nada tiene y se sostiene en este mundo solo por lo vivido. Un triunfador o un derrotado, difícil saberlo. En este momento quisiera definirlo porque es un personaje. Y así sea de la calle, es un  hombre.
No me atrevo a interpretar nada, solo sé que el lenguaje del autor me llega, estremece como si una navaja estuviese cortando las venas del alma. Hay enorme riqueza narrativa. Diálogos. Descripción. Relato. Testimonios. Protagonistas insospechados. El contenido surte efecto. Anda a pasos cortos y también agitados. Penetra. Sobrecoge.  Se queda con uno en los pensamientos, en la meditación, en la evocación de lo leído. Y envuelve para dejarnos impresionados, silenciosos.
Ahí están tus cuentos, bien adentro. Una vez leídos, ¡imposible olvidarlos! Mis respetos. Mi admiración, mi solidaridad, mis sentimientos de amistas para ti.
Un abrazo grande, ¡amigo mío!


Mira, 29 de agosto de 2017 (12.45 p.m.)

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