TOROS EN SAN GERARDO, CHIMBORAZO





Entre mis apuntes de andariego empedernido, encuentro algo que corresponde a 1985; desde ese día, hasta ahora, han pasado 37 años.

Viajábamos por la carretera que sale desde Riobamba para el oriente, y sin pensar dos veces, nos desviamos a la izquierda, atrás de algunos carros y caminantes que se enrumbaban a San Gerardo.

Frecuentemente, asumíamos estas decisiones; salíamos sin rumbo seguro y con el primer pálpito, hacíamos camino a algún sitio en búsqueda de algo incierto. 

Al llegar, sentimos la algarabía de las fiestas de San Gerardo, un pueblo muy cercano a Riobamba.

Caminamos por poco tiempo, observando los preparativos para una corrida de toros. Los curiosos seguían llegando y los vendedores pregonaban a voz en cuello sus ofrecimientos muy variados. 

Los colores se desparramaban desde los palcos que se iban llenando, como con apuro. Abajo, en los alrededores de plaza se revolcaban los borrachos que festejaban sin descanso. Muchos serían paisanos que regresaban a su pueblo como lo hacían cada año con la precisión de aves migratorias.

Los primeros gritos se escucharon tras un tropel de patas y una ola de muchachos, se ponían a buen recaudo sobre las barreras improvisadas del ruedo taurino.

Al querer subir a uno de los palcos, estando en la fila larga de espera, pudimos mirar algo muy especial en una de las calles aledañas a la plaza, y hacia allá fuimos.

La banda entonaba esa música que contagia y alegre. El alboroto de la gente parecía un murmullo permanente, luego nos acercamos a un grupo de personas y animales. Eran unos toros que rumiaban y muy cerquita sus cuidadores que comían algo para pasar el tiempo. Allí estaban los toros principales, los que saldrían como estelares de la fiesta, al final, para que coincida con el toro de la oración.

Eran los toros de los famosos salasacas que venían de la vecina provincia. Esa actividad de alquilar los toros para la lidia, lo habíamos conocido y, siempre, tuvimos curiosidad.

Se sentía que estos toros eran muy dóciles; tienen una soga sobre sus cuernos y están atados a unas ramas del callejón.

Nos fuimos apegando con mucho temor, pero, enseguida, una de las personas nos dijo; no pasa nada, son mansos. Esto nos dio confianza y llegamos muy cerca, serían a unos dos metros y preguntamos si los toros eran para “torear” esa tarde y nos dijeron a dúo que sí.

De los tres toros, resultó que una era vaca y se llamaba Margarita, y el otro era el Mulato, los dos hacían yunta para la arada.

Aparte estaba El Diablo. Indicándonos con el dedo, dijo; ese si ha matado a unos cuatro, Y el miedo corrió por la columna vertebral y regresó a estacionarse en plena nuca.  “Vele los cachos”, volvió a decir, y claro nos clavamos en la punta de los cuernos y en realidad, tenían algunas porciones de carne.

Retornamos a la fila de personas que seguían empeñados en subir a los palcos privados, que tenían un precio que se pagaba apenas se ponía un pie en la escalera. Nos acomodamos en el tablado.

Las risas, los gritos, los toros correteando en el ruedo, la banda con su ritmo incansable. Una ternera daba los últimos giros por el ruedo junto a una nube de aspirantes a toreros. Se abrió una puerta al costado y el animal huyó.

Se dio un respiro para volvernos a acomodar, cuando la puerta se volvió a abrir y apareció uno de los hombres con los que habían conversado, halando uno de los toros. Sentí que muchos rieron, y otros se quedaron en silencio. En una ceremonia breve, zafó la soga de los cuernos, y como dándole una orden le dijo; ¡Mata toro!

El toro se sintió libre y raspó el suelo. Los toreros, muchísimos de ellos, se subieron a la barrera. En un instante, envistió el toro y como una tromba, a su paso, arrolló a muchos; volaban por el aire como muñecos, y, los demás, no atinaban como esquivarse de la arremetida.

Luego de esta primera corrida, no quedó nadie dentro del ruedo. La banda que se había callado del susto, pero repuestos, volvieron a entonar sus instrumentos. El trago y la chicha pasaron por los guargüeros, raspando al susto.

No llevé la cuenta de cuantos atrevidos fueron tomados por la furia del toro. Ya no había quien le haga frente, porque el que entraba era zarandeado penosamente.

El toro bufaba aquerenciado. Se abrió la puerta y el toro se alistó a atacar. Salió el mismo salasaca con la soga en la mano. Se hizo un silencio profundo, y la imaginación voló como, de seguro iba a volar el atrevido.

El animal quiso arrancar y, el hombre, algo le dijo en su lengua materna, y el toro se detuvo en seco. Se acercó y le puso la soga en los cuernos y, los dos, se perdieron a paso lento, por la misma puerta de la querencia. 

Los salasacas dueños de los toros y con los que conversamos esa tarde ya lejana, eran; Manuel Chimbo y Juan Masache Culqui.


Comentarios

Entradas populares