CHIMBORAZO: Apuntes del pasado
Soy de Mira, un pueblo en la Provincia del Carchi, inmensamente bello pero poco conocido como todos nuestros sitios de procedencia.
Vine a Riobamba tras un amor por correspondencia. En los primeros meses de 1982, me interesé en un anuncio provocativo en la prensa nacional. Llegué y el enamoramiento fue inmediato con compromiso y papel firmado. Hoy luego de pasado el tiempo, sigo tan enamorado como el primer día. Me refiero a uno de mis amores, razón de mi estadía en esta bella ciudad; ése amor, y es la Escuela Superior Politécnica de Chimborazo.
Ese amor me ha dado una ciudad que ahora la siento mía porque su gente me permitió ser uno más de ellos y se me abrieron todas las puertas. En esta ciudad formé mi hogar, nacieron mis hijos y se proyecto mi existencia.
Riobamba, es mi ciudad, porque así la considero ahora. Me obligó y me obligue a conocerla y por eso la quiero tanto. He descubierto partes de su historia porque tuve acceso a su archivo custodiado por la Casa de la Cultura. He recogido y trascrito muchos documentos paleográficos que me permitieron aportar, modestamente, no a conocer, sino a reconocer nuestra historia por poco contada, y con otras noticias simples, pero no menos importantes, me permitieron tener una columna de prensa que la denominé Apuntes del Pasado. Además me involucré y, por varios años, trate de ser cronista de las vivencias en el campo y la ciudad; de la mujer, el hombre o el niño en su búsqueda permanente del pan diario o en el juego esporádico y tradicional.
También me decidí a visitar sus barrios, pasé por la Panadería y me estacione en la Plaza de las Gallinas a mirar entre aparatos destripados, infinidad de imágenes por rehacer; a Santa Rosa llegué en busca de caretas, globos, y cohetes; a La Condamine a comprar el cauca o la pringa; en San Alfonso me senté a mirar el voley con putiadas; recorrí todas las iglesias y en la Loma de Quito elevé una plegaría y me harte del paisaje sin límites.
La imagen imborrable de primer día en Riobamba fue en el arco de Bellavista; me senté sin apuros en las bancas del Parque Sucre a saborear las retretas de cada domingo; en el pretil de la Catedral, en el Parque Maldonado, me lustraron los zapatos y leí las revistas y fotonovelas, todo esto cuando gozaba siendo anónimo. Alcance a subir al mixto en su asesante partida. Fui por la España esquivando ofrendas florales y lápidas de mármol para al final hacer un recorrido y encontrar amigos de otros tiempos que descansan bajo las alas de los ángeles o de una inscripción que marca su partida; hice bomba con los curiosos esperando que el vendedor de zarza parrilla saque a la culebra Martha Julia, pero en dos horas apenas pude ver al muñeco Chechereche. Visité pueblos y caseríos de Chimborazo que luego los reporté por el diario, que como cosa curiosa, no salía todos los días. Así pasé a los lectores las vivencias del restaurador de imágenes, del los fabricantes de tejas y ladrillos, de las tejedoras de esteras y canastos, de los minadores de la basura, de la imagen de cristo que tiene su corazón latiendo en el Museo de la Concepción, de los jugadores de la mamona o de los cocos; de los nombre de las calles y de las primeras ordenanzas del Cabildo, muy caprichosas, pero que legalmente seguirán vigentes porque a nadie se le ocurrió derogarlas. Me hicieron compadre para lanzar los capillos. Aprendí a cantar “Riobambeñita” y el himno a la ciudad, aún que sea con mi voz destemplada pero henchido de emoción y patriotismo.
Fui aprendiendo a comer jucho, los chiguiles, el jugo de sal, el ceviche de chochos, la fritada donde las Masabandas. Comí moyuelas en Riobamba y Cholas en Guano; me hice adicto a las palanquetas de agua de la Vienesa, visitante perdido en el club El Ferroviario, me fui en caminata a las piscinas de los Elenes y entre los chaquiñanes aprendí a capuliciar. Me enseñaron que los renacuajos eran timbules y los cocos, cumbis; que las mariposas Payacuchas; los mirlos, Tzutzos; aprendí, también a mirar perplejo a los Tulis y Cuvivies, y, como complemento hasta pronuncié ese sonoro y muy nuestro: “que diciendo”.
Aprendí los nombres secretos de los habitantes más conocidos, así se quedaron en mi memoria; los Tusas, los Conejos, los Tochos, El Trompudo, las Pericas, la Moshca, las Yeguas, el Ciego, el Sambo, el Tuerto, la No le Den, el Gallo Hervido, el Guicho, el Quinde, la Quince Uñas, el Papi, el Chivo, la Loca Carmela, el Flaco, el Oso.
A Riobamba y Chimborazo fui haciéndolos míos. Sintiéndolos míos. Haciendo algo por esta mi nueva raíz y han tenido que soportarme una treintena de promociones de ingenieros agrónomos, más de diez de ingenieros en ecoturismo y cinco de ingenieros forestales, graduados en la Politécnica de Chimborazo.
Bayardo Ulloa E.
Vine a Riobamba tras un amor por correspondencia. En los primeros meses de 1982, me interesé en un anuncio provocativo en la prensa nacional. Llegué y el enamoramiento fue inmediato con compromiso y papel firmado. Hoy luego de pasado el tiempo, sigo tan enamorado como el primer día. Me refiero a uno de mis amores, razón de mi estadía en esta bella ciudad; ése amor, y es la Escuela Superior Politécnica de Chimborazo.
Ese amor me ha dado una ciudad que ahora la siento mía porque su gente me permitió ser uno más de ellos y se me abrieron todas las puertas. En esta ciudad formé mi hogar, nacieron mis hijos y se proyecto mi existencia.
Riobamba, es mi ciudad, porque así la considero ahora. Me obligó y me obligue a conocerla y por eso la quiero tanto. He descubierto partes de su historia porque tuve acceso a su archivo custodiado por la Casa de la Cultura. He recogido y trascrito muchos documentos paleográficos que me permitieron aportar, modestamente, no a conocer, sino a reconocer nuestra historia por poco contada, y con otras noticias simples, pero no menos importantes, me permitieron tener una columna de prensa que la denominé Apuntes del Pasado. Además me involucré y, por varios años, trate de ser cronista de las vivencias en el campo y la ciudad; de la mujer, el hombre o el niño en su búsqueda permanente del pan diario o en el juego esporádico y tradicional.
También me decidí a visitar sus barrios, pasé por la Panadería y me estacione en la Plaza de las Gallinas a mirar entre aparatos destripados, infinidad de imágenes por rehacer; a Santa Rosa llegué en busca de caretas, globos, y cohetes; a La Condamine a comprar el cauca o la pringa; en San Alfonso me senté a mirar el voley con putiadas; recorrí todas las iglesias y en la Loma de Quito elevé una plegaría y me harte del paisaje sin límites.
La imagen imborrable de primer día en Riobamba fue en el arco de Bellavista; me senté sin apuros en las bancas del Parque Sucre a saborear las retretas de cada domingo; en el pretil de la Catedral, en el Parque Maldonado, me lustraron los zapatos y leí las revistas y fotonovelas, todo esto cuando gozaba siendo anónimo. Alcance a subir al mixto en su asesante partida. Fui por la España esquivando ofrendas florales y lápidas de mármol para al final hacer un recorrido y encontrar amigos de otros tiempos que descansan bajo las alas de los ángeles o de una inscripción que marca su partida; hice bomba con los curiosos esperando que el vendedor de zarza parrilla saque a la culebra Martha Julia, pero en dos horas apenas pude ver al muñeco Chechereche. Visité pueblos y caseríos de Chimborazo que luego los reporté por el diario, que como cosa curiosa, no salía todos los días. Así pasé a los lectores las vivencias del restaurador de imágenes, del los fabricantes de tejas y ladrillos, de las tejedoras de esteras y canastos, de los minadores de la basura, de la imagen de cristo que tiene su corazón latiendo en el Museo de la Concepción, de los jugadores de la mamona o de los cocos; de los nombre de las calles y de las primeras ordenanzas del Cabildo, muy caprichosas, pero que legalmente seguirán vigentes porque a nadie se le ocurrió derogarlas. Me hicieron compadre para lanzar los capillos. Aprendí a cantar “Riobambeñita” y el himno a la ciudad, aún que sea con mi voz destemplada pero henchido de emoción y patriotismo.
Fui aprendiendo a comer jucho, los chiguiles, el jugo de sal, el ceviche de chochos, la fritada donde las Masabandas. Comí moyuelas en Riobamba y Cholas en Guano; me hice adicto a las palanquetas de agua de la Vienesa, visitante perdido en el club El Ferroviario, me fui en caminata a las piscinas de los Elenes y entre los chaquiñanes aprendí a capuliciar. Me enseñaron que los renacuajos eran timbules y los cocos, cumbis; que las mariposas Payacuchas; los mirlos, Tzutzos; aprendí, también a mirar perplejo a los Tulis y Cuvivies, y, como complemento hasta pronuncié ese sonoro y muy nuestro: “que diciendo”.
Aprendí los nombres secretos de los habitantes más conocidos, así se quedaron en mi memoria; los Tusas, los Conejos, los Tochos, El Trompudo, las Pericas, la Moshca, las Yeguas, el Ciego, el Sambo, el Tuerto, la No le Den, el Gallo Hervido, el Guicho, el Quinde, la Quince Uñas, el Papi, el Chivo, la Loca Carmela, el Flaco, el Oso.
A Riobamba y Chimborazo fui haciéndolos míos. Sintiéndolos míos. Haciendo algo por esta mi nueva raíz y han tenido que soportarme una treintena de promociones de ingenieros agrónomos, más de diez de ingenieros en ecoturismo y cinco de ingenieros forestales, graduados en la Politécnica de Chimborazo.
Bayardo Ulloa E.
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